domingo, 2 de diciembre de 2007
sábado, 1 de diciembre de 2007
Polar Bear Habitat
La Ciudad Subterránea de Derinkuyu
En 1963, un habitante de Derinkuyu (en la región de Capadocia, Anatolia central, Turquía), derribando una pared de su casa-cueva, descubrió asombrado que detrás de la misma se encontraba una misteriosa habitación que nunca había visto; esta habitación le llevó a otra, y ésta a otra y a otra… Por casualidad había descubierto la ciudad subterránea de Derinkuyu, cuyo primer nivel pudo ser excavado por los hititas alrededor del año 1400 a.C.
Los arqueólogos comenzaron a estudiar esta fascinante ciudad subterránea abandonada. Consiguieron llegar a los cuarenta metros de profundidad, aunque se cree que tiene un fondo de hasta 85 metros.
En la actualidad se han descubierto 20 niveles subterráneos. Sólo pueden visitarse los ocho niveles superiores; los demás están parcialmente obstruidos o reservados a los arqueólogos y antropólogos que estudian Derinkuyu.La ciudad fue utilizada como refugio por miles de personas que vivían en el subsuelo para protegerse de las frecuentes invasiones que sufrió Capadocia, en las diversas épocas de su ocupación, y también por los primeros cristianos.
Los arqueólogos comenzaron a estudiar esta fascinante ciudad subterránea abandonada. Consiguieron llegar a los cuarenta metros de profundidad, aunque se cree que tiene un fondo de hasta 85 metros.
En la actualidad se han descubierto 20 niveles subterráneos. Sólo pueden visitarse los ocho niveles superiores; los demás están parcialmente obstruidos o reservados a los arqueólogos y antropólogos que estudian Derinkuyu.La ciudad fue utilizada como refugio por miles de personas que vivían en el subsuelo para protegerse de las frecuentes invasiones que sufrió Capadocia, en las diversas épocas de su ocupación, y también por los primeros cristianos.
Los enemigos, conscientes del peligro que encerraba introducirse en el interior de la ciudad, por lo general intentaban que la población saliera a la superficie envenenando los pozos
El interior es asombroso: las galerías subterráneas de Derinkuyu (en las que hay espacio para, al menos, 10.000 personas) podían bloquearse en tres puntos estratégicos desplazando puertas circulares de piedra. Estas pesadas rocas que cerraban el pasillo impedían la entrada de los enemigos. Tenían de 1 a 1,5 metros de altura, unos 50 centímetros de ancho y un peso de hasta 500 Kilos.
Además, Derinkuyu tiene un túnel de casi 8 kilómetros de largo que conduce a otra ciudad subterránea de Capadocia, Kaymaklı.
El interior es asombroso: las galerías subterráneas de Derinkuyu (en las que hay espacio para, al menos, 10.000 personas) podían bloquearse en tres puntos estratégicos desplazando puertas circulares de piedra. Estas pesadas rocas que cerraban el pasillo impedían la entrada de los enemigos. Tenían de 1 a 1,5 metros de altura, unos 50 centímetros de ancho y un peso de hasta 500 Kilos.
Además, Derinkuyu tiene un túnel de casi 8 kilómetros de largo que conduce a otra ciudad subterránea de Capadocia, Kaymaklı.
domingo, 4 de noviembre de 2007
Para mis amigos profes,otro de Reverte.
Ahí sigue, el tío. Aún no se ha vuelto un mercenario de la tiza, de esos que entran en el aula como quien ficha donde ni le va ni le viene. Tal vez porque todavía es joven, o porque es optimista, o porque tuvo un profesor que alentó su amor por las letras y la Historia, cree que siempre hay justos que merecen salvarse aunque llueva pedrisco rojo sobre Sodoma. Por eso, cada día, pese a todo, sigue vistiéndose para ir a sus clases de Geografía e Historia en el instituto con la misma decisión con la que sus admirados héroes, los que descubrió en los libros entre versos de la Ilíada, se ponían la broncínea loriga y el tremolante casco, antes de pelear por una mujer o por una ciudad bajo las murallas de Troya. Dicho en tres palabras: todavía tiene fe.Aún no ha llegado a despreciarlos: sabe que la mayor parte son buenos chicos, con ganas de agradar y de jugar. Tienen unas faltas de ortografía y una pobreza de expresión oral y escrita estremecedoras, y también una escalofriante falta de educación familiar. Sin embargo, merecen que se luche por ellos. Está seguro de eso, aunque algunos sean bárbaros rematados, aunque los padres hayan perdido todo respeto a los profesores, a sus hijos y a sí mismos. «Voy a tener que plantearme quitarle de su habitación la play-station y la tele», le comentaba una madre hace pocas semanas. Dispuesta, al fin, tras decirle por enésima vez que lo de su hijo estaba en un callejón sin salida, a plantearse el asunto. La buena señora. Preocupada por su niño, claro. Desasosegada, incluso. Faltaría más. La ejemplar ciudadana.Pero, como digo, no los desprecia. Lo conmueven todavía sus expresiones cada vez que les explica algo y comprenden, y se dan con el codo unos a otros, y piden a los alborotadores que dejen al profesor acabar lo que está contando. Lo hacen estremecerse de júbilo las miradas de inteligencia que cambian entre ellos cuando algo, un hecho, un personaje, llama de veras su atención. Entonces se vuelven lo que son todavía: maravillosamente apasionados, generosos, ávidos de saber y de transmitir lo que saben a los demás.En ocasiones, claro, se le cae el alma a los pies. El «a ver qué hacemos todo el día con él en casa», como única reacción de unos padres ante la expulsión de su hijo por vandalismo. Por suerte, a él nunca se le ha encarado un chico, ni amenazado con darle un par de hostias, ni se las han dado, el alumno o los padres, como a otros compañeros. Tampoco ha leído todavía el texto de la nueva ley de Educación, pero tiene la certeza de que los alumnos que no abran un libro seguirán siendo tratados exactamente igual que los que se esfuercen, a fin de que las ministras correspondientes, o quien se tercie, puedan afirmar imperturbables que lo del informe Pisa no tiene importancia, y que pese a los alarmistas y a los agoreros, los escolares españoles saben hacer perfectamente la O con un canuto. Mucho mejor, incluso, que los desgraciados de Portugal y Grecia, que están todavía peor. Etcétera.Y sin embargo, cuando siente la tentación de presentarse en el ministerio o en la consejería correspondiente con una escopeta y una caja de postas –«Hola, buenas, aquí les traigo una reforma educativa del calibre doce»–, se consuela pensando en lo que sí consigue. Y entonces recuerda la expresión de sus alumnos cuando les explica cómo Howard Carter entró, emocionado, con una vela en la cámara funeraria de la tumba de Tutankhamon; o cómo unos valientes monjes robaron a los chinos el secreto de la seda; o cómo vendieron caras sus vidas los trescientos espartanos de las Térmópilas, fieles a su patria y a sus leyes; o cómo un impresor alemán y un juego de letras móviles cambiaron la historia de la Humanidad; o cómo unos baturros testarudos, con una bota de vino y una guitarra, tuvieron en jaque a las puertas de su ciudad, peleando casa por casa, al más grande e inmortal ejército que se paseó por el suelo de Europa. Y así, después de contarles todo eso, de hacer que lo relacionen con las películas que han visto, la música que escuchan y la televisión que ven, considera una victoria cada vez que los oye discutir entre ellos, desarrollar ideas, situaciones que él, con paciente habilidad, como un cazador antiguo que arme su trampa con astucia infinita, ha ido disponiendo a su paso. Entonces se siente bien, orgulloso de su trabajo y de sus alumnos, y se mira en el espejo por la noche, al lavarse los dientes, pensando que tal vez merezca la pena.
ARTURO PEREZ-REVERTE
ARTURO PEREZ-REVERTE
sábado, 27 de octubre de 2007
En Barcelona Igual que en Shanghai
Un tren de levitación magnética, o maglev, es un tren suspendido en el aire por encima de una vía, siendo propulsado hacia adelante por medio de las fuerzas repulsivas y atractivas del magnetismo.
La ausencia de contacto físico entre el carril y el tren hace que la única fricción sea la del aire. Por consiguiente, los trenes maglev pueden viajar a muy altas velocidades con un consumo de energía razonable y a un bajo nivel de ruido, pudiéndose llegar a alcanzar 650 km/h, aunque el máximo testado en este tren es de 581 km/h. Estas altas velocidades hacen que los maglev se conviertan en competidores directos del transporte aéreo.
La única línea en funcionamiento a fecha de 2007 es la que une Shanghai con su aeropuerto, tardando 7 minutos 20 segundos en recorrer los 30 kilómetros a una velocidad máxima de 431 km/h y una media de 250 km/h.
La única línea en funcionamiento a fecha de 2007 es la que une Shanghai con su aeropuerto, tardando 7 minutos 20 segundos en recorrer los 30 kilómetros a una velocidad máxima de 431 km/h y una media de 250 km/h.
viernes, 26 de octubre de 2007
Atraco en Cádiz
Cádiz. Última hora de la tarde. Calle casi desierta, a excepción de David, hijo de mi amigo el artista gaditano, especialista en reconstrucción de uniformes históricos, Miguel Ángel Díaz Galeote. David, que tiene catorce años, acaba de salir del colegio y espera sentado en la parada el autobús que lo lleve a casa. Pasa algún coche de vez en cuando. Al rato, atento a la llegada del transporte, ve acercarse una bicicleta desde el extremo de la calle. Sin prestarle atención, sigue hojeando los apuntes que tiene sobre las rodillas, porque dentro de tres días hay examen y lo lleva crudo. Mientras tanto, despacio, la bici llega hasta él. David levanta la vista y comprueba que se ha detenido y que, apoyado en el manillar, lo observa un chico un par de años mayor que él. Uno de esos pishas gaditanos de toda la vida: moreno, escurrido de carnes, pantalones de chándal y camiseta del Cai. El recién llegado lo mira muy fijo. Tiene el aire clásico de los zagales duros de allí. Así que David, pese a ser un crío tranquilo, se mosquea un poco.–Dame er dinero, quiyo –dice el de la bicicleta. Los pocos coches que pasan no se percatan de la situación; y aunque así fuera, que se detuvieran es otra cosa. David, que no tiene un pelo de cobarde, tampoco lo tiene de chuleta, ni de tonto. Sabe que allí solo, frente a uno de dieciséis años, va listo. Indefenso total. Así que lo mira a los ojos, procurando no mostrar más preocupación que la justa.–Sólo llevo un euro –responde–. Para el autobús. Habla con la calma de quien dice la verdad. El otro lo mira de arriba abajo, despectivo, apoyado en el manillar. Por un momento, David piensa en el reloj que lleva en la muñeca, regalo de sus padres. Espero que no le dé por quitármelo, se dice. Pero al otro sólo le interesa el metálico. –Vacíate los borsiyos.Resignado a lo inevitable, David obedece. Deja los apuntes en el suelo y se levanta. Su único capital, el solitario y patético euro, reluce en la palma de su mano. Sin dejar la bici, el otro se apodera del botín. Luego se aleja pedaleando tranquilamente, haciendo eses por la calzada. David suspira, coge sus apuntes y echa a andar por la acera, en la misma dirección por la que se aleja el precoz chorizo que acaba de arrebatarle su capital. Media hora hasta casa, calcula. Algo menos si camina deprisa. A trechos se sorbe un poco la nariz. No está avergonzado –es un chaval sereno y sabe que la vida es así–, pero siente picado el orgullo. Si el otro hubiera tenido su edad, el euro habría tenido que quitárselo a golpes, si se atrevía. Pero las cosas son lo que son. Así que aprieta el paso, inquieto porque llegará tarde a cenar y su madre estará preocupada.–¿Aónde vas, quiyo?El joven atracador, que al volverse a mirar atrás lo ha visto caminar, acaba de describir una curva con la bicicleta y ahora pedalea a su altura, mirándolo con curiosidad. Sin aflojar el paso, ceñudo, David responde.–¿Dónde voy a ir? A mi casa. –¿Andando?–Me has quitado el euro. El otro se queda pensando. Luego le pregunta dónde vive, y David se lo dice. En la calle tal, número cual. Durante un trecho, el pisha sigue pedaleando a su lado, el aire reflexivo, mirándolo de reojo. De pronto frena.–Sube, quiyo. Que te yevo.–¿Qué?–Que subas, oé.Y entonces, David, con la naturalidad de sus benditos catorce años, se instala en el único asiento de la bici y se agarra a los hombros del choricillo, que, de pie sobre los pedales, sin sentarse, lo lleva tranquilamente por la avenida, durante diez o doce minutos, hasta la puerta misma de su casa.–Gracias –dice al bajarse.–De nada, quiyo.Y el joven atracador se aleja muy digno, pedaleando. Dicho en una palabra: Cádiz.
ARTURO PEREZ-REVERTE
ARTURO PEREZ-REVERTE
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